Desde hace poco más de 100 años, a través de la prohibición de las drogas como política pública, se ha ido construyendo un imaginario colectivo donde los límites entre “la droga”, la criminalidad y la moral son imperceptibles. “Un pinche drogadicto nunca va a cambiar, ni aunque esté en todos los ‘anexos’ del país”. “Una cosa te lleva a otra: a consumir y luego a robar”. “Ya cuando están ingeridos en el vicio, violan y todo eso”, son frases que algunas personas, elegidas al azar, expresaron para este reportaje cuando Corriente Alterna les preguntó su opinión sobre las personas con consumo dependiente a sustancias. Tal imaginario construido en torno al uso de sustancias psicoactivas tiene efectos concretos en la vida de las personas consumidoras, en general, pero, sobre todo, en aquellas que padecen de consumos problemáticos o dependientes a una o varias sustancias, y que se ven orilladas, incluso obligadas, a tomar tratamientos en centros de rehabilitación no regulados: sitios donde sus derechos humanos no están garantizados y donde el Estado es un cómplice invisible. En México, los centros públicos para la atención de personas usuarias de drogas, específicamente para aquellas que necesitan tratamiento, son escasos: el Estado ofrece solo 40 unidades de internamiento, de las cuales nueve son unidades de hospitalización, y se tiene registro de 2,129 establecimientos privados residenciales operando en el país. La privación de sus redes de apoyo, alimentación deficiente como forma de castigo, golpes, insultos y otros tratos crueles o tortura se justifican en este tipo de centros como parte del tratamiento. El psicólogo Juan Carlos Mansilla coincide: “No hay que ignorar los tratamientos, salvo aquellos que atentan contra los derechos de las personas”. Ante un problema que por años se consideró individual, la apuesta debe ser el acompañamiento comunitario.
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